Miedo para vender
Desde siempre se ha dicho que la publicidad tiene que ser más positiva y constructiva que otra cosa. Dejar con buen sabor de boca al cliente es, tradicionalmente, la forma de convertir el producto en la parte positiva de la ecuación.
Y desde siempre, también, ha existido un esquema de comunicación publicitaria basado en el problema-solución. Es decir, presentamos nuestro producto o servicio como la solución al problema existente. Es un tipo de comunicación muy utilizado, por poner un ejemplo clásico y para entendernos, en Health Marketing. Ante una enfermedad, el medicamento es el alivio o la solución definitiva.
Pero ¿qué pasa cuando la publicidad crea un problema que no existe para vender? ¿O cuando “decora” una realidad para que parezca más grave de lo que es y así forzar ventas? A veces, no hace falta decirlo explícitamente: se trata de entrever el problema, para ofrecer la solución. Es el caso que estamos viviendo recientemente con las empresas de seguridad.
No hemos vivido un aumento de tasas de criminalidad, al menos en viviendas particulares. Pero ¿No es eso lo que trasmiten los anuncios de alarmas en el hogar? ¿No da la sensación de que al acudir a la “tranquilidad en el hogar”, precisamente lo que nos da a entender es que estamos viviendo una época especialmente sensible en estos temas?
Y no es que los anuncios lo digan. Que no lo dicen. Es el tono. Es la frecuencia. Al final crea una falsa sensación de alarma (nunca mejor dicho) que nos lleva a asumir el miedo y por consiguiente la necesidad de “apagar” ese miedo con el producto que nos venden como solución.
¿Es un efecto buscado? ¿Es voluntario? ¿O es una consecuencia no esperada? Aquí es donde la cosa se pone complicada, y crece el debate. Porque el spot, por sí mismo, y visto de forma aislada no tiene problema alguno. Incluso en muchos de los anuncios, el problema es ajeno a los protagonistas:
Pero la “gravedad” del anuncio va en aumento, y ahora ya son los protagonistas del spot los que sufren en su casa el problema.
Lo cierto es que el miedo es una herramienta muy potente para vender. Cualquier emoción fuerte lo es. La pena es otro ejemplo. Todos esos anuncios en los que vemos las extremas situaciones que viven muchos seres humanos en otros lugares del mundo. O las campañas de tráfico, que acuden a una combinación de miedo y pena poniéndonos en el lugar del accidentado o de sus familiares, dependiendo de la campaña.
Buscar la empatía tendiendo puentes con el público a través de emociones fuertes es más antiguo que el hilo negro. Afortunadamente, es un tipo de comunicación que está reglada en públicos más sensibles, como en los niños. Pero también en adultos corremos el riesgo de pasarnos de la raya y sobrepasar ciertos límites, por activa o por pasiva, y crear, como es el caso, una situación de alarma social, que seguramente venda, pero que roza los límites de lo ético.
Si bien es cierto que en el entorno en que nos movemos (lleno a rebosar de impactos comunicativos de todas las procedencias imaginables) es necesario hacer el mayor ruido posible (y de la mayor calidad posible) para generar el tan deseado engagement, no es menos cierto que no vale todo. Y que la estrategia comercial no puede basarse en una huida hacia adelante, dejando un rastro incierto por el camino.
Al final, quien sufre siempre los desmanes de nuestro marketing es nuestro bien más preciado. La marca.